Rvda. Dra. Carmen J. Pagán Cabrera
lunes, 18 de noviembre de 2024
«Habla por los que no pueden hablar y defiende los derechos de los desamparados. Alza la voz y hazles justicia; defiende los derechos de los pobres y los necesitados». Proverbios 31.8-9 (PDT)
El tema de las injusticias es uno que, en términos generales, no se aborda de manera directa y contundente por parte de la Iglesia. En muchas ocasiones el enfoque se limita a presentar a Dios como un ser de justicia y misericordia, atento al clamor de los necesitados. Sin embargo, rara vez vemos a esos necesitados dentro de sus realidades concretas, como la falta de vivienda, empleo, salud, alimentación, paz y seguridad física, entre muchas otras. Además, nuestra interpretación bíblica tiende a enfocarse de manera personal e individualista, cegándonos ante las injusticias y el sufrimiento que enfrentan nuestros hermanos y hermanas, tanto en nuestro entorno inmediato como a nivel mundial.
Las acciones de injusticia pueden definirse como actos de pecado, violencia y maldad, cometidos por personas y estructuras sociales, religiosas, económicas y de diversa índole, dirigidos hacia individuos (seres humanos) a quienes consideramos inferiores, diferentes o no personas. Es falta de justicia, de equilibrio y de búsqueda del bien común, la igualdad y los derechos de diversos grupos sociales y hacia la naturaleza. En esencia, es una falta de reconocimiento de los derechos que Dios otorgó a cada persona y a la naturaleza desde su creación, derechos que no debemos violentar. La injusticia no es lo que Dios quiere para el planeta.
El mensaje de Jesús se estableció como un anuncio en contra de las injusticias de su tiempo, trayendo la buena noticia de salvación a los empobrecidos, ciegos, cojos, mancos, prostitutas, deambulantes, desplazados, enfermos, extranjeros, viudas, hambrientos y muchos otros. El movimiento de Jesús fue uno de iguales, modelando un marcado contraste en el trato humano con los de su sociedad.
El rol de la Iglesia ante las injusticias es, por lo tanto, comprender el mundo y su realidad, interpretándolo como una Iglesia profética que señala toda clase de injusticias, tal como lo hizo Jesús. No podemos cegarnos ante una interpretación rígida de la doctrina y las normas religiosas, ignorando lo que está sucediendo frente a nuestros ojos. Debemos ser sensibles, movidos por amor y compasión por quienes sufren las injusticias.
A la Iglesia de nuestros tiempos le ha resultado fácil afrontar las injusticias con ayudas momentáneas e individualistas, convirtiendo el asistencialismo y la oración en nuestras únicas estrategias para enfrentar las múltiples situaciones de injusticia que se evidencian en nuestra sociedad. Sin embargo, se necesitan acciones directas y concretas que cambien las estructuras sociales y las condiciones de vida de las personas y su medio ambiente. Es necesario denunciar leyes y políticas de los gobiernos que atentan contra los derechos humanos y la integridad de las personas, así como aquellas que amenazan con la destrucción de los entornos naturales tan esenciales para la existencia. El que las personas reciban un salario justo y tengan buenas condiciones de vida es parte de la misión de la Iglesia. Orar por la paz mundial implica también denunciar cuando se cometen abusos y exterminios contra personas vulnerables, negándoles lo más básico para subsistir.
El rol de la Iglesia es establecer la justicia y los derechos frente a las injusticias, cuestionando las realidades de discriminación y desigualdad que existen en las conductas y mensajes que se promueven en nuestra sociedad. Dios nos creó a todos como iguales y no hace acepción de personas.
El rol de la Iglesia es defender el derecho a la vida plena de los empobrecidos, marginados y atropellados: niños, niñas, mujeres, hombres, personas con diversidad funcional, encarcelados, enfermos y todos aquellos que, de alguna forma, están en desventaja. Es hacer teología de la calle, junto a las personas, afirmando su valor, sin importar su condición.
El rol de la Iglesia es mostrar que Dios está al lado de toda persona que sufre, dispuesto a cambiar su situación. Es una tarea difícil, pero debemos asumirla con valentía y determinación.
La Rvda. Dra. Carmen J. Pagán Cabrera es ministra ordenada de las Iglesias Bautistas de Puerto Rico.
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